Caminaba Andrea con la cabeza agachada, como una sombra pequeña y triste que se desliza en diagonal por el suelo. La avenida lucía solitaria y oscura, sólo una lámpara, de una luz miserablemente amarillenta y opaca, iluminaba a lo largo de aquel camino.

   Un tipo con un abrigo demasiado elegante para su aspecto yacía sentado en la banqueta a unos pocos metros del poste de luz. Al ver pasar a Andrea, el viejo exclama:

‒Disculpe, ¿puede usted ayudarme?‒.

   Andrea, amable como siempre, se detiene un segundo para contestar:

‒Disculpe, tengo que llegar al metro…‒.

‒Perdone la molestia… ‒Contesta enseguida el extraño‒ pero, en serio necesito ayuda y usted es la única persona que ha pasado por aquí en una hora…‒.

   Andrea, demasiado en confianza para una calle tan oscura, se acerca al tipo, el cual hace a un lado su abrigo para dejar descubierto su pie derecho, horriblemente deformado por una presión excesiva, con el hueso amarillento asomándose por la carne vieja desgarrada por la fractura. Andrea deja escapar un grito de honesto horror, está a punto de desmayarse, pero logra contenerse para sacar el celular de su bolsa y marcar a emergencias con sus dedos temblorosos.

   Un sonidito titubeante, como una interferencia, es la única respuesta que ella recibe al intentar marcar tres veces a emergencias. Camina de un lado a otro, se acerca de nuevo al señor tratando de ignorar la horrible herida, vuelve a marcar, nadie contesta, examina la recepción, todo parece estar en orden. Termina por mandar al diablo su celular y decide probar en el viejo teléfono de monedas de la esquina.

‒Enseguida vuelvo ‒le dice al sujeto herido que le sonríe amablemente como si la fractura no le molestara en lo absoluto.

   Andrea corre al teléfono de monedas, solamente para darse cuenta de que el cordón del teléfono está roto, y de hecho el teléfono en general parece llevar años sin funcionar. Regresa corriendo hasta donde está el viejo. No sabe qué más hacer. Voltea hacia ambos lados de la avenida, acaba de notar que no hay un solo vehículo a la vista… 

   Se acerca para tratar de hacer algo con la herida, vence su repugnancia y se agacha para revisar más de cerca, el extraño observa el cuello de Andrea, su piel tersa y palpitante apreciable en el escote de su blusa y, con un movimiento ágil sujeta a Andrea del cuello, pero afloja la mano para deslizarla sobre sus clavículas como saboreando al tacto al sabor de su piel.

   Un movimiento mecánicamente animal por parte de Andrea, hace que se aleje, se enfade, y suelte un golpe con el paraguas de bolso que traía en la mano. El viejo, muy colérico, comienza a gritarle con palabras que poco a poco se acercan más a sonidos guturales inentendibles.

   Andrea llena de rabia da un golpe más sobre la sien del viejo, el cual muy enojado sorpresivamente se pone de pie para intentar golpear a Andrea, pero como si su pie izquierdo fuese una rama seca y frágil, se desploma destrozando su ultima extremidad aparentemente sana.

   Gritos de dolor retumban en los oídos de Andrea que corre despavorida al ver al viejo sobre el suelo, con sus ahora dos pies destrozados, con ese hueso saliendo de la carne arrugada por el tiempo. Andrea corre y llega hasta el metro que está vacío, ella se espanta, reflexiona y se da cuenta de que no ha visto a nadie más que al herido de la avenida desde hace más de dos horas.

   Un silencio perturbador ha terminado de ahogar los gritos del viejo moribundo. Andrea entra al metro, a aquella estación de la línea azul que parece laberinto, y antes de poder encontrar los andenes, de repente, allí, en un rincón, más de cincuenta personas, entre hombres, mujeres, ancianos y niños, la observan, con unos ojos fríos y vacíos.

   Andrea pregunta qué sucede, no recibe respuesta, y de pronto se encuentra huyendo de esas personas que la persiguen. El silencio se impone a lo lejos, pero en el camino de horror que representa aquel largo pasillo por el que Andrea trataba de escapar, jadeos y gritos inarticulados inundan los oídos trastornados de aquella mujer que no sabe qué pasa.

   La alcanzan al llegar a los andenes y comienzan a devorarla lentamente, lo suficiente como para que su corazón ignorante de lo que pasaba sintiera cada célula comunicando dolor por la ferocidad de las mordidas que arrancan la piel suave de sus huesos.