Por Juan Bello
Cuento ganador del Primer Concurso de Narrativa Insolente
Hoy no me siento solo. La máquina de follar necesita aceite. No quiero sexo con nadie, sólo necesito llegar a casa, olvidarme de la mierda cotidiana que inunda mis ojos. Hoy el sexo me parece un ladrillo, pero Peggy lo quiere; hemos tomado unas cervezas y se siente amorosa, acomete mi miembro con su mano, lo cual resulta peligroso, como tomar un toro por los cuernos. Hoy no, tal vez ayer o pasado mañana sí, hoy no, no quiero culpas, sólo serían cinco minutos de jadeo y después, nada, la Nada misma de Heidegger.
Peggy está en su apogeo, me pregunta con voz ronca, estimulada por el deseo, que si quiero que me la mame. ¡Puta madre! Eso no se pregunta, quién demonios no quiere que se la mamen, esa es la pregunta, además de paso aceita la máquina. No respondo. Ella entiende y se traga mi miembro. Una mamada no le hace mal a nadie. Mientras manejo, Peggy está en lo suyo, lo suyo lo suyo son los felatios, es excelente y amable con mis genitales; mientras lame, hasta siento que la amo, no sé, pero hay una sensación a menta, sí, seguro no se sacó el chicle que venía mascando.
Pasan patrullas a mi lado, no importa, estoy dispuesto a pagar la multa. El auto zigzaguea, la máquina berrea; no puedo meter velocidad, tendría que quitar la cabeza de Peggy, que está muy cerca de la palanca.
¡Dios! No creo en dios, pero qué más puedo decir: Dios. Es la palabra mágica para decir que está de poca madre esa lengua. Ya casi llegamos a su depa y no estoy dispuesto a quedarme. Peggy, apresúrate, estamos afuera de tu casa, ¡sigue lengüeteando! No tengo que expresarlo, un pulgar en su mollera es suficiente para que se aferre a mi miembro con su mucosa sublime. Peggy mantiene su boca, yo, me vacío.
No tengo motivos para estar ahí, me acomodo la bragueta, la melena, la camisa, nos damos un beso largo y adiós, el martirio termina, pude resistir la tentación del sexo. Adiós Peggy, tal vez la próxima vez no esté en etapa mística anti sexo. Llego a casa en 10 minutos, la ciudad de noche es muy pequeña, las distancias son ligas elásticas. Me desvisto, me meto a la cama, mi esposa duerme y los niños yacen cada uno en su cuna como si fueran adornos de una vida tranquila; los beso; estoy agotado, Peggy fue insistente, pero no cedí.
Mi mujer me abraza, me acaricia el escroto, pero tampoco quiero sexo con ella. Su mano se dirige a mi miembro, siento dolor, y sus dedos se detienen en una protuberancia que está enredada en mis pelos; Peggy ha perdido su chicle y a cambio de dejar mi placer en su paladar ha dejado su goma de mascar en mi melena púbica.
Siento mentolado el cuerpo. Ahora qué excusa voy a decir. ¿Mi pene tenía mal aliento y le di un Clorets? La esposa de alguien más, la cual ya no es mía, solloza pegada a la pared. Yo intento despegar de raíz, la rasta que ha destrozado mi ancla al mundo de los normales. Podría decir que mi ombligo mastica goma de vez en cuando —y como es un hijo de perra con barba de candado—, lo escupió hacia mis partes nobles.
Ella solloza, no sé qué decir, ni qué hacer, para variar. Tomo la huella del delito y la masco con uno que otro pelo estropajoso. No hay nada qué hacer y pienso que, para evitar problemas, me rasuraré a rape el pubis y daré a mi ombligo tabaco cubano para mascar.