No sabemos cómo continuar.
Un virus, como otro chocante mundo,
vino a dar una nueva nota de terror a los días,
cuya agudeza se sostiene en altura cada vez menos soportable.
No debemos salir a la calle a vivir, ni abrazar, besar,
tocar superficies comunes. ¿Pero cómo?
La gente se resiste por hambre al encierro
y se expone al aire, tóxico en potencia,
vuelto invisible cárcel.
Los ancianos, mirando extinguirse las tardes desde la ventana,
pueden esperar ya que la muerte tome una forma concreta:
un entierro sin nadie.
Cada tos es señal de alarma.
Una paranoia civil veja al médico y al enfermero
por un grosero temor, sospechosos de esparcir, como ratas,
las fiebres, la destrucción de la paz del hogar, la muerte.
Y la ansiedad de los jóvenes
se vuelve cada vez más temblor estéril de piernas,
un sueño sin descanso o insomnios en que
ni los libros ni la música aseguran vida.
Medra la locura alrededor de las habitaciones.
Vivir una épica que amenace a toda humanidad
ha dejado de ser tu fantasía oscura improbable.