Ambulancias, patrullas,
mujeres que lloran desconsoladas,
un hombre gordo que toma un papel y escribe
un dato que permanecerá archivado
hasta que una secretaria lo envié a incinerar.
Los estudiantes que llegan, observan,
y esperan el silbatazo.
Una vez en ese cuarto frío
ellos abren sus maletines y sus loncheras:
en una mano el acero afilado,
en la otra mano otras entrañas, no tan frescas.
Después, uno de ellos, el que usa lentes,
el que habla poco y tartamudea debe permanecer
para cuidar; tal vez alguien, el hombre gordo,
venga a mitad de la noche.
Cuando los pasos lejanos se extinguen
y las puertas han sido debidamente cerradas,
él se quita los guantes y se desabrocha el pantalón,
sonríe, toca los pies helados, la cara
y todas las zonas que no fueron cortadas.
Sabe que sólo hoy puede hacer esto.
Él solo vive el momento
consigo mismo, sin arrepentimientos.
Las mujeres que ya han regresado a su casa, destrozadas,
duermen y tienen pesadillas; pero aun así,
para ellas despertar es tan duro.