Parecería una selva. Te abraza, en el sopor, un viento
de lianas y el lodo envolvente. Resanar y resanar.
La soledad está poblada de avecillas,
y tardos rumores de libélulas y rosarios.
El sendero alberga un dragón. El jardín está hirviendo
y sus ojos hablan las distancias cercanas,
espectros cóncavos para una sed
(un afecto, un beso que no se ha dado,
un pan traslúcido que el moho apaña
como fragatas que intensifican un fuego que será aguerrido;
en la zona del horizonte los cinceles expectantes intensifican
la búsqueda del cuerpo).
Abraza un nombre. Como letra roja
que recuerda al pecado. No hay bufón esta vez.
La contemplación es seria.
El calor acendra los espacios, los enrarece con un aroma intenso
de hombres terribles: los va desgajando
con dedos finísimos como a una gasa.
Alrededor, las cortinas enrollan la calma:
es la abstracción: mirar hasta allá, en su interior,
cómo a un tronquito (más bien rama esbelta)
lo lleva el río y se mece y arriesga.
Su pan es testicular. Abejas y avispas: oro y negro.
Se han formado mejor las tetillas
un día cualquiera que dolieron
como quistes de espinas o crucifixión tropical.
Las procesiones en la calle no pararon por la lluvia.
Todo se dispersaba: abuelas, médulas,
niñas vírgenes y muchachos que ya mostraban el orgullo
en sus incipientes bigotes. Un perro ladró apenas.
El altar de esta atmósfera es barroco.
No hay cielo en él. Hay carne
en la proximidad del sacrificio. Marismas
se revuelven en la noche.
Y se llora porque se está solo.
Ahora acude con interés: es un costal de piñas,
una muela llena de helechos:
allí sus amigos juegan con sus manos
y el burro baja sobre el resplandor de un plano inclinado.
Torrentes de sangre.
Es una crepitación. ¿Será el horror?