El cazador y el ciervo son gemelos.
A ambos ambiciona dicha secreta,
culpable por sí misma,
entronada en espumas sin consuelo,
sacrificadas al vuelo de un planeta.

El que se avecina en medio del ritual arcaico
busca una voz hueca,
la resonancia presentida de un futuro
que es el almohadón de la tumba
–la resonancia de una tumba.

Allí el brillo lascivo,
indescifrable, de los tesoros inauditos;
sapiencia milenaria
que nadie conoce;
concavidad perfecta
que sostiene un orbe cerrado:
un fuego que arde para todos
y no conoce multiplicidad más que en la extensión,
y es abarcable sólo en el sueño;
como la materia misma de la luz que vivifica su agonía,
miente su presencia
y todo ciñe, todo colma
con dedos finísimos.

La muerte tiene lenguaje propio, escurridizo,
hecho de escarchas impostergables
y reinos indelebles:
un llanto en catarata
cayendo sobre la era cósmica.