La muerte no era temible para esta cultura prehispánica: era simplemente parte de un proceso regenerativo. Para ellos, la muerte era el alimento de la tierra, la propiciadora de la fertilidad en el mundo. Dentro de una religión de muchos dioses, el destino de los difuntos dependía de cómo había sido la muerte de un hombre o una mujer.

Los aztecas tenían una especie de paraíso acuático, Tlalocán, donde vivía Tláloc, dios del agua, y a este lugar iban quienes morían por un rayo y los ahogados. Al mismo tiempo, había un paraíso solar a donde iban aquellos que morían en la guerra o eran sacrificados en un altar a algún dios. Estos hombres muertos acompañaban a Tonatiuh, el dios de sol, del amanecer al mediodía, cantando. Del mediodía al ocaso, eran acompañados por otros difuntos que también iban a este paraíso: las mujeres que morían en parto. Estos acompañantes regresaban de noche a la tierra en forma de colibrís. Otro lugar mítico donde residían los muertos era Miclán, un inframundo de oscuridad. Allí se dirigían la mayoría de las personas: las que morían de vejez o enfermedad común. Y el último reciento de almas de muertos era el Chichihuacuauhco, donde moraban los niños muertos muy pequeños, que aún no podían valerse por sí mismos.

En esta cultura, cuando una persona común moría, se le flexionaban las piernas y era amarrada en una manta, se le pasaba agua por la cabeza y se le colocaba una piedra en la boca. El cuerpo era generalmente incinerado. Se sacrificaba también a un perro para que acompañara al muerto en su trayecto al más allá; pues el viaje a Miclán implicaba pasar por lugares peligrosos previos. Los príncipes eran despedidos con honores.

Los aztecas no tenían un día de muertos como tal, sino cuatro periodos de tiempo para honrar a los muertos. Esto cambió cuando los españoles conquistaron a los aztecas. Algunos rituales y creencias en torno a la muerte desaparecieron o se fundieron con los del catolicismo.