Pequeños fuegos somos, cuando niños,
iluminando el corazón de la tiniebla, sin saberlo.
Como chispas que danzan en un mísero caserío
en el que la madre es lo único verdaderamente amado.

Más, infortunados,
crecemos hasta alcanzar la dimensión letal del incendio
de cual ya no podemos sustraernos.

Aun así, puede bastar sólo una lágrima
para apagarnos,
en cualquier momento.