Por las tardes, sale a tomar el aire
que no alisa sus arrugas; y en el desfile
de carros y rostros, permanece impasible,
dando un ceño circunspecto al timbre de la vida.

Se ha vuelto agrio
como un fruto que encierra la demencia.
Y en el monólogo de su plática, mezcla reclamos
con historias fantásticas de lo que nunca fue
y quiso ser.

Sus días: procesión de achaques.
Sus noches: cortas y sin misterio.

El catre lo aferra como camilla de hospital,
recogiendo, ávido, su rancio olor,
a humanidad ya pasada.

Su señorío en casa concluyó hace mucho,
como carta cuyo remitente ya no importara.

Podó un árbol, extravió un libro, lastimó a un hijo.
Ya nada espera: ya puede morir,
como quien abre la mano
para mostrar que nada guarda.