Fotografía de portada de Stephanie Carey
Brasa erótika y sus demonios (Ariadna, col. Las pupilas de Ariadna; 2024) es el más reciente libro de Ana María Castellanos, escritora feminista radicada en la ciudad de Querétaro, quien define su escritura como “literatura sorora” y quien usa el mote de Mulier (“mujer” en latín) para identificarse. Ella ha sido una escritora constante, explorando entre poesía, prosa y ensayo y con una fuerte presencia en redes sociales, eventos literarios y ferias del libro. Es autora de Mujeres brujas y revolución (1ª. edición, Alebrijez, 2021; y 2ª. edición, Ariadna, 2022) y Cerdos sin hamaca (Ariadna, 2023). En este libro, que contiene poemas y cuentos, recupera su poética inaugurada en Mujeres brujas y revolución de ver el cuerpo como un espacio de insubordinación y empoderamiento, pero en este caso más orientado hacia el erotismo y la afirmación deleitosa de la sexualidad.
El libro se compone de 18 textos y una reflexión final. “Mi tarea como escritora es resistirme a la opresión machista, pienso que la literatura tiene que ver con la vida,” afirma la autora en la contraportada. Ya desde el título, donde erótika está escrito sugerente con k en vez de c, se nos da una pauta de lectura, pues el uso de la k para agrupar iguales sonidos de la c, la k y la que ha sido una estrategia usada por algunos escritores y reformadores de la lengua española que buscaron luchar contra la opresión de la Real Academia Española que dicta reglas difíciles que hacen que la gente común cometa muchos errores ortográficos, movimiento del que participó ni más ni menos Gabriel García Márquez (aunque nunca lo aplicó a sus libros) y los punks hispanos. El libro está dedicado a las mujeres de más de sesenta años, invitándolas a que asuman y tomen el control de su sexualidad, conectando con su placer sin culpa; pues, se trata de una edad en que en el imaginario social las mujeres están exentas de deseo, lo cual no es una realidad.
El libro hace hincapié en ver a la mujer como un sujeto de deseo y ya no tanto como objeto de deseo como dicta la sociedad patriarcal, colocando los asuntos amorosos y sexuales de las mujeres en un plano subordinado. Se deja de lado la función reproductiva del sexo para gozar de él de una manera lúdica, plena, reivindicativa, agencial. No existe tal división entre las “decentes”, “que están sólo en una relación”, y las “putas”, “las que deciden con quien, con cuantos y cuando tener un orgasmo”; sino que la mujer puede optar por hacer uso de su sexualidad de manera libre y autónoma, sin rendir cuentas a nadie, pudiendo orientarse hacia un objeto de deseo o a múltiples según su libre demanda. Por ello, la autora nombra a este un libro “liberto”.
Son muchas las frases de una alta intensidad erótica que dialoga con los símbolos de la tradición y los hace propios, en el territorio del desgobernamiento paradójico que supone dejarse arrastrar por la deriva del deseo: “brasa que se hunde profundo como daga”, “libido nocturna que flota entre sábanas / se adueña de mi sonámbulo gemido”, “coge a mi cuerpo como pez, / entre ondulaciones y la boca entreabierta”, “ama del cuerpo que lame mis muslos y derrite las prolongadas ausencias del cazador en celo”, “desnudos dedos listos a reptar en mi cuerpo para procurarme placer”, “Arrodillada ante el cuerpo de aquel hombre, me vuelvo adicta, le ofrezco mis senos, que los apriete contra su laxo pecho”, “y vierta su semen sobre mi orgasmo como anestesia salvaje, fogata de nuestros sudores”, “saliva se paseó por las dos lenguas, líquido alucinante que saludaba a los dientes”. El semen regresa a su cualidad espiritual ancestral, cuando era visto como un elixir mágico no sólo dador de vida, sino de placer, fuera de la repugnancia con que se educa para verlo como algo abyecto. No obstante, el deseo lésbico también tiene lugar en este libro, particularmente en el cuento “Réquiem por Sara”, donde tiene un signo doblemente transgresor pues está inscrito dentro de un convento de monjas. La incidencia más viva es, no obstante, en el orgasmo como estandarte de emancipación.
Aguas pantanosas, serpientes, precipicios, la oscuridad (“el mirar hacia adentro”) son también símbolos eróticos porque el deseo guarda una inevitable carga de peligro al arrojar a la sujeto fuera de sí, pero se asume ese riesgo con goce y dignidad. En este sentido, el onirismo de algunos fragmentos responde muy bien a esa necesidad expresiva paradójica del deseo que, como lo han teorizado los posmodernos, es una fuerza también revolucionaria en tanto construye futuro y enarbola la búsqueda del placer por sí mismo en oposición a las estructuras enajenantes del capitalismo que buscan volvernos engranajes que producen y consumen compulsivamente. Es muy significativa también la mirada a Lucifer como símbolo de rebeldía e insumisión; y que se construya en este caso como un objeto de deseo: “Tus formas rotundas y monumentales, sostienen el esplendor de un torso y largas piernas que provocan mi pecado”, lo que, hasta donde sé, es algo inédito en la literatura escrita por mujeres, al menos en nuestro contexto. Y es que el deseo es “desvergonzado” y las mujeres que lo asumen se identifican con Lilith, la primera mujer de Adán, expulsada del paraíso por insumisa, y que desborda lujuria en el imaginario del hebraísmo. De hecho, un tipo de feminismo relacionado con el neopaganismo ha usado a Lilith como símbolo identitario, reinterpretando su signo negativo tradicional por uno positivo, en tanto fue la primera mujer (según el dogma hebraico) que se rebeló ante el patriarcado, encarnado en este caso en la figura de Dios. También llama poderosamente la atención la imagen de la perla empoderada (puesta así en cursivas) que remite irremediablemente al clítoris, ese órgano femenino que la naturaleza ideó exclusivamente para el placer, y que las sociedades históricas han negado por el enorme poder que representa contra la organización machista, y que por eso ha sido tan temido (algunas sociedades africanas dictaban incluso su dolorosísima ablación en los primeros años de la vida). Freud había desdeñado la capacidad de este órgano y pretendido dictar que el verdadero orgasmo femenino era el vaginal, sin poder escapar a la ideología victoriana contra la que pretendía luchar
Hay algunos poemas que son dedicados a las mujeres que son “amorosamente, la otra”, “al mejor de mis amantes”, “al autoerotismo femenino” a las que se han practicado un aborto: es decir, aquellas que la sociedad ha arrojado a sus márgenes y por las que la autora aboga, como buscando salvarlas de la injuria.
La pluma de Mulier tiene “un doble filo”: el de la expresión poética y el de la denuncia social contra aquello que “castra” el erotismo mujeril. Mulier se reconoce una mujer “tallada a brasa” que es capaz de advertir sin pudor: “Forniquemos, eso me gusta”, y que ve al hombre no siempre como un enemigo (aunque históricamente lo haya sido en muchísimos aspectos), sino también como el necesario otro (“el inevitable resuello de mi amante”) con que lograr la plenitud del acto carnal; por eso se le reviste de un halo que lo despoja de su carácter tiránico y lo construye como el necesario compañero en el momento del encuentro sexual que redime.
La reflexión final del libro invita a las mujeres a no herirse entre sí, ya que cada una es en sí misma, “pero somos colectivamente”. En este sentido, la invitación final es a luchar juntas contra la misoginia, fortaleciendo la comunidad mujeril. Así sea.