Para honrar a los suicidas digo este canto
derramado en papel como sangre en una sábana cualquiera:
aquella en que el adolescente desilusionado dijo “hasta aquí”,
en que la enamorada y el anciano valeroso
cortaron los nudos que los ataban a la vida que no ya no deseaban.
Hasta aquí. Hasta aquí hemos llegado
los que acunamos la muerte desde niños en una cavidad intima del cuerpo,
y así, con sangre la nutrimos.

Muertos desde siempre, anduvimos entre noches
indagando en las sombras, buscando su negra lactescencia,
desterrados del día, envueltos en una nebulosa que nos pedía caer,
rompernos, ceder, negar con las entrañas
lo que era nuestro, lo que nos defendía.

Como una semilla maldita crecimos.
Extendimos nuestra infelicidad como una imploración;
miramos los surcos ya cavados, sin fijarnos a uno.
Pusimos los pies en el viento del desinterés, de la huída.
Como una semilla maldita maduramos.
He aquí el pútrido fruto: la locura,
hospitales luminosos como el más allá,
encierros donde andamos con cabellos arrancados,
cuerpos que laten pero sin respuesta sacudes,
caminantes que van por aceras con una soga de angustia al cuello
que luego truecan por una real.

Lo hemos dicho: no queremos vivir.
Y sellamos con un cadáver ésa, la última enunciación.
Nos hemos probado innumerables adioses desde el inicio de la historia:
vasos alzados de somníferos infalibles,
cuchillas de una certeza irrevocable
y afilada como la hoja final de un cuento que no puede ser regresada,
lanzamientos a un vacío mejor que el vacío interior,
drogas tan dulces que hasta un niño miraría con una sonrisa.

No. Nadie levante la mano para señalarnos.
Aquel que ama la vida no puede ofender a quien la aleja.
Hay algo que viene desde las páginas de las constelaciones.
Se llama Destino. Y por su principio fui un niño,
y luego lo que fui… en fin… a su hora.

¿Quién dice que nos hemos amputado la posteridad?
Es bueno decirlo para todos: permanecemos.
Porque el dolor, el dolor ­–o algo que ya no sé diferenciar–
nos ha hecho inmortales, porque nuestra vida fue digna
en el arte de la autodestrucción.

Permanecemos
en la memoria de un hombre al que no vemos,
en una fotografía pegada a un muro de lamentaciones,
en una plática morbosa, en una carta iracunda,
en un poema que brilla como una hebra de pensamiento astral.

Nadie escriba sobre nuestra lapida una palabra de desprecio.

Yo alargo la mano hacia ti desde acá,
]que quisiste, que pudiste ser.