Partiendo de una arqueología de los saberes, el historiador de las ideas, pensador y sociólogo francés Michel Foucault (1926-1984), se orientó entre 1971 y 1979 hacia una genealogía de la sociedad y la política moderna, discutiendo cómo el cuerpo, la sexualidad y la población eran sometidas a un biopoder a través de las disciplinas (gobierno de los cuerpos de los individuos) y la biopolítica (gobierno de la población).

Las revisiones de Foucault tienen como contexto y antecedentes las revueltas estudiantiles de finales de la década de los 60 en Estados Unidos y Francia, enmarcadas en un movimiento más grande antibélico, el cuestionamiento de la tradición de los padres y el Estado, las revoluciones internas en América Latina, la lucha por los derechos reproductivos y la llamada revolución sexual. Por otro, el capitalismo hacía que aumentara el desempleo y creciera la población estudiantil sin que las condiciones educativas materiales y financieras fueran a la par.

El Collège de France, institución de investigación y clases abiertas, sería la base desde donde Foucault dictó un curso cada año a partir de 1970, pilares de sus libros publicados en vida. No obstante, a los cursos considerados de lo “biopolítico”, entre 1976y 1979, no corresponde ningún libro. El pensamiento de Foucault en estos años se desplaza a sí mismo al introducir nuevos temas y revisar los ya abordados con nuevas perspectivas e hipótesis, estableciendo una relación crítica con sus trabajos previos. Pero estos desplazamientos no son rupturas, sino movimientos en torno a un eje representado por la manera en que los saberes, el sujeto y el poder se interrelacionan.

Previamente Foucault había introducido una ruptura en las categorías de autor, texto y libro (obra) al desmontarlas de su forma tradicional de ser concebidas, haciendo ver que ninguna de ellas resulta tan evidente y sencilla como a simple vista puede parecer, sino que se trata de entidades variables y relativas, una red de nexos, aproximaciones, continuidades y exclusiones. La suma de estos formaría lo que Foucault denominó “archivo” un conjunto de condiciones situadas en un contexto e historia específicos que se forma por enunciados y su conservación, agrupamiento estatuario, funciones, conjuntos de valores y sacralizaciones de tal manera que afectan las prácticas y condiciones sociales que a la vez los reactivan, destruyen u olvidan.

Foucault se ocupa se los discursos como formas históricas cambiantes, no regidas por formas lingüísticas definitivas que expresan el sentido o esencia de las cosas, y sin considerarlas desde el sujeto para descubrir un supuesto sentido, sino dese los discursos mismos (principio de exterioridad). A Foucault le interesan los modos en los que estos discursos producen “verdad”. Al indagar sobre ello discute a los sofistas y a Nietzsche. Para los primeros, el instrumento es la trabazón de una lucha en la que se busca persuadir y convencer, por lo que lo realmente importante son las palabras y su repetición y recombinación. Nietzche, por su parte, mostró que ni el conocimiento ni la verdad son naturalezas para el hombre, sino invenciones útiles. A partir de esto, Foucault extrae su propia proposición de lo que entiende por saber, que en sus palabras sería “lo que se debe arrebatar a la interioridad del conocimiento, para encontrar en él el objeto de un querer, la finalidad de un de seo, el instrumento de una dominación, la apuesta en una lucha”.

Para Foucault, el discurso ha servido históricamente para configurar dispositivos de poder. Algunos de esos serían la clínica, las instituciones médicas y psiquiátricas, las confesiones religiosas, los exámenes escolares, la psicología y el encerramiento en las cárceles. Foucault dedica una obra, Vigilar y castigar (1975) a indagar cómo un conjunto de técnicas y procedimientos, a través de la disciplina dociliza los cuerpos para volverlos políticamente maleables y rentables económicamente. El castigo por ello busca hacerse menos costoso política y económicamente. Insiste en que la gran reforma penal de la modernidad no atiende a una epistemología humanista sino a la ponderación del cálculo. En su genealogía de estos métodos Foucault encuentra que, si en otros siglos se buscaba lo punitivo per se, en la modernidad lo que se busca supuestamente es “corregir y curar”. El objetivo de estos dispositivos ya no el mero cuerpo individual, sino la vida misma o el cuerpo a través del “alma”. La idea rectora de esto es que entre las instituciones y los cuerpos se teje una microfísica del poder. De modo que las representaciones se convierten en útiles a estos dispositivos para reconstruir al sujeto jurídico en un objeto dócil de manera coercitiva. La ley produce sujetos normales y fuera de este marco son arrojados los anormales que escapan estos regímenes. Y aunque los disciplinamientos no so modernos (los encontramos ya en los conventos y los cuarteles de otros siglos), a partir del siglo XVIII sufren una serie de trasformaciones que los hacen tener otro orden de funcionamiento.

Para Foucault la disciplina es un dispositivo articulado a través de una relación de elementos heterogéneos como construcciones, instituciones, reglamentos, discursos, leyes, enunciados científicos y administraciones capaces de modificarse para adaptarse a las nuevas exigencias. Este dispositivo funciona con base en técnicas que controlan la distribución de los cuerpos en el espacio, dividen tiempo en horarios modulando los comportamientos y serializando las actividades para hacerlas repetitivas y sucesivas. Todo mediante una línea estricta de mando. En ello intervienen la ley y la norma. La primera distribuye lo prohibido y lo permitido mediante una serie de códigos y arroja fuera a los que no se adecuan a ella. La segunda gradúa los comportamientos en cuanto a lo considerado óptimo. De tal modo que los sujetos se encuentran todo el tiempo ocupados y dentro de estos paradigmas incluso cuando creen descansar o divertirse. Pues se ejerce el control sobre sus relaciones interpersonales, su sexualidad y su cuerpo a través e instituciones como el hospital, la fábrica o la escuela, produciendo lo social en el sentido de lo normal.

La idea del panóptico se inserta en estos marcos. Es una táctica arquitectónica para vigilar el espacio: los de la periferia son observados por los el centro, que ven sin ser vistos. De tal modo que quienes están en la periferia no pueden saber si en ese momento son efectivamente vigilados, pero son conscientes de esa posibilidad y en ese sentido introyectan el temor de ser observados cometiendo alguna falta, convirtiéndose en normalizadores de sí mismos. La mirada se da en este caso de manera jerárquica, siendo los más observados los niños, los locos y los delincuentes. Esto lo podemos ver en la contemporaneidad en el que las cámaras abundan en los espacios públicos y en el interior de los privados, al grado de que los ciudadanos, en vez de sentirse seguros por ello, pueden sentirse incomodados y llegar a dudar de su intimidad.

Todos estos elementos abonan a la microfísica del poder que no es en última instancia más que un disciplinamiento articulado de modo capilar que “toca” los cuerpos y los “ase”, produciendo coercitivamente sus gestos, comportamientos, hábitos y palabras. Un contacto “sináptico” entre el cuerpo y el poder. Fuera de esta regulación quedan los anormales, cuya genealogía comienza en la figura del monstruo y que manifiesta las irregularidades de la naturaleza. Dentro de ella han caído los perversos, los fetichistas, los asesinos, las mujeres histéricas, los locos, los homosexuales o los niños masturbadores, por poner ejemplos canónicos.

En la parte final de su libro La voluntad de saber (1976), Foucault retoma dos ideas viejas que había dejado sueltas: “el biopoder” y “la biopolítica”. A través del biopoder el derecho del estado hace vivir o deja morir. Algunos de sus instrumentos son la medicalización de lo que se considera enfermedad y la psiquiatrización de las neurodivergencias. A través de ello el estado busca administrar y acrecentar sus fuerzas por medio del valor y la utilidad. Incluso la vida biológica es normalizada a través del control de la natalidad y los discursos científicos en torno a la sexualidad. Sus casos extremos tienen su faz en el nazismo, a través de la tanatopolítica, la política de dar muerte selectiva, y la divulgación de teorías supremacistas en torno a la raza entendidas como tecnologías del poder. En la actualidad, estas tecnologías se han vuelto necesarias para gobernar la multiplicidad de las poblaciones urbanas y alienarlas a las dinámicas de producción y consumo en una sociedad industrial y capitalista. Gobernar es entonces conducir las conductas induciéndolas, estimulándolas desviándolas, facilitándolas imposibilitándolas, haciéndolas probables o difíciles, desde su enraizamiento biológico hasta su nivel público. Así la “gubernamentalidad” es definida como un conjunto de tácticas y cálculos a través del cual se gobierna a la población en razón de los intereses de la economía: la policía, la salud pública, la educación de niños y jóvenes, las reglas del comercio y los trazos de las vialidades son parte de este control que parte de un principio de competitivas y análisis de costos y beneficios.

No obstante, para Foucault, las relaciones de poder, que no de dominación, suponen el ejercicio de la libertad, ya que no hay gobierno sin libertad y sin un conjunto de reglas que produzcan los juegos de verdad a través de los cuales se establezca la distinción entre lo verdadero y lo falso, de tal forma que uno puede gobernarse a sí mismo, producirse a sí mismo, a su propia vida. Así, la noción de gobierno se amplia a la de cuidado de sí mismo y la forma en que el gobierno de los otros se relaciona con el gobierno de sí mismo, un tipo de subjetividad que es típico del sujeto occidental moderno. Las objeciones de conciencia, las sociedades secretas o la resistencia a la medicalización serían formas de insubordinación (en la acción y en el pensamiento) respecto de la gubenamentabilidad política moderna. De modo que podría escaparse de la sumisión, la pasividad y la humildad, ya no sólo en la edad adulta, sino durante toda la vida, en una dirección ética o una “estética de la existencia”. La ética, así pues, el sentido foucaultiano, se convierte en política.