Revisar los Ensayos de Montaigne (1533-1592) es siempre una experiencia confirmatoria. Pocas dudas caben acerca de su actualidad y poder leer a este autor según una visión contemporánea.
La honestidad de sus planteamientos, su ahondamiento en la subjetividad con todas sus limitaciones, pero también sus agudezas, la diversidad de sus temas, son aspectos que se ven confirmados en su legado en los actuales escritores del género que él inaugurara, al menos modernamente.
Incluso, es posible de Montaigne pueda parecernos en muchos momentos aventajado en su preocupación central por lo humano como una esencia imposible de apalabrar, en esta era en que toda noción que antes era cardinal ha sido ya relativizado, al grado de perder la significación que por siglos fuera un sostén de la cultural, y parece no haber más verdades asequibles: la era de la posverdad y el poshumanismo, en la que todo se concibe como una mera construcción del lenguaje, siempre acotada a un momento y lugar muy particular.
Sin embargo, podemos aludir con Mointaigne que sí existe un humano aún, vivo, preocupado y preocupante que siente todavía el ansia de la libertad, la necesidad de bien, la tristeza elemental de tan solo ser y un ansia por confirmarse por medio discurso, afirmando un punto de vista particular, tal vez lo único que verdaderamente poseyó.
Es en esta era tecnológica que determina y modela las individualidades y las convierte en un producto vacuo y manejable que deberíamos no olvidar estos textos seminales, y reaprender la lección que nos ha dejado: la de la comunidad por medio de la palabra, como un susurro de sinceridad que se pierde entre las construcciones abigarradas del poder.
Alienta en la escritura del francés un impulso vital, una emoción prístina, una trasparencia del ser reflexivo (aunque se pierda a veces en los vericuetos de la lógica y en un estilo complejo que constituye otro laberinto aparte de la experiencia: no importa). Que nos regresa a uno de los fundamentos originarios de la escritura.
Hay en el Montaigne que se confiesa un vuelo de heroísmo de la inteligencia, un deambular en un cierto cinismo y finalmente una conciencia del límite de todo ello (y es precisamente en estas fatalidades donde a mi parecer estriba el núcleo invaluable de su escritura), que lo hacen, aún, luego de casi medio milenio, un ejemplo tutelar, al que quienes aspiraríamos a escribir la prosa del pensamiento en una era que parece insufrible, acuchillarnos por todos lados, podemos aún acudir en busca de buen consejo.