No sé si algún día me arrepienta de mi verbo.
En verdad, no sé. Hierve el mundo en mis sienes;
en la frente se me agolpa el odio y embiste.
Rompo el espejo por no ver el rostro de mi crimen.

I
No es un juego de niños esta vida. Vine a aprender
que el destino no es la seda que se ciñe a la piel.
¿Y ahora qué? ¿Qué me queda?

Yo, que en la infancia soñé con crecer y multiplicarme,
vengo desde mi nacimiento hasta mi vejez prematura,
con el mismo pie del errar, del error y del horror,
a escupir en el rostro del mundo su blasfemia.

No. Ahora lo sé. No hay apuesta posible en esta altura
desde donde caigo en picada hacia el abismo,
sin redes tendidas ni jergones:
sólo una fuerza enorme que me aspira al final,
que me hace vacilar, pensar aún todavía

que yo quería trasmutarme en un hijo, continuar
como la plaga continúa en la infestación, sustentar mi progenie
con la oleada de mi sangre presa, reconocerme en él,
darle mi consejo, sentir su jugueteo a mi lado,
entregarlo a los brazos del sueño, a esa pequeña muerte
que tan maternalmente nos recrea. Quería, en fin,
ensayar el papel de padre en madurez. Y no es posible.

No es posible aquí. Ni lo será.

No tengo entereza para luchar por otro.
No conozco el valor ni el ímpetu.
Fraude es la palabra en mi frente.
Viéndome, la vergüenza se encoge de vergüenza.
Tengo miedo de lo que mi semilla sea capaz.
No podría soportar ver el horizonte roto en la esperanza de un niño,
ni cómo su alegría va cediendo su lugar al desvelo,
ni su espalda encorvada tan tempranamente
de trabajos forzosos, destierros y culpas heredadas.

¿Y ahora qué? ¿Qué me queda? ¿Seguir cayendo
como bulto al sumidero, a esta ciénega
donde se pudren todos los paraísos prometidos?

II
Hijo, cierra tu oído a esta canción desconocida,
mi gemido de árbol tronchado,
mi crepitación de hoguera a punto de apagarse,
mi lamento de campanario abandonado.
Hijo, sigue tú en el regazo del cosmos, protegido.

Trocito de ámbar,
miel de la colmena,
no bajes al mundo;
sigue tú en lo tuyo.
La leche más pura,
el durazno más tibio,
pequeñito, pequeñito,
permanece al arrullo.

No es la isla a la deriva capaz de contener un tesoro:
no desciendas. Esta plataforma no basta a los seres que se aman;
ni es la tierra lugar seguro para anidar:
de ella sube una ancha onda de extinción.

Este jardín exterior es el sitio de las emboscadas y las aniquilaciones;
puedo ver que el olor de la catástrofe inquieta a las bestias.

Donde tú estás está la dicha. Hijo, donde tú estás
temprano estaré.